La historia es conocida, y, en aquellos tiempos
antiguos en que la escuela se proclamaba educadora perfecta,
se le enseñaba a los niños como ejemplo de la modestia y
la discreción que siempre deberían acompañarnos cuando el
demonio nos tentara para opinar sobre lo que no conocemos o
conocemos poco y mal. Apeles podía consentir que el
zapatero le apuntase un error en el calzado de la figura que
había pintado, por aquello de que los zapatos eran su
oficio, pero que nunca se atreviera a dar su parecer sobre,
por ejemplo, la anatomía de la rodilla. En suma, un lugar
para cada cosa y cada cosa en su lugar. A primera vista,
Apeles tenía razón, el maestre era él, el pintor era él,
la autoridad era él, mientras que el zapatero sería
llamado cuando de ponerle medias suelas a un par de botas se
tratase. Realmente, ¿hasta dónde vamos a llegar si
cualquier persona, incluso la más ignorante de todas, se
permite opinar sobre lo que no sabe? Si no tiene los
estudios necesarios es preferible que se calle y deje a los
sabedores la responsabilidad de tomar las decisiones más
convenientes (¿para quién?).
Sí, a primera vista Apeles tenía razón, pero solo a
primera vista. El pintor de Felipe y de Alejandro de
Macedonia, considerado un genio en su época, ignoró un
aspecto importante de la cuestión: el zapatero tenía
rodillas, luego, por definición, era competente en estas
articulaciones, aunque fuera solo para quejarse, si ese era
el caso, de los dolores que sentía. A estas alturas, el
lector atento ya habrá entendido que no es de Apeles ni del
zapatero de lo que se trata en estas líneas. Se trata, sí,
de la gravísima crisis económica y financiera que está
convulsionando el mundo, hasta el punto de que no podemos
escapar a la angustiosa sensación de que llegamos al final
de una época sin que se consiga vislumbrar qué y cómo será
lo que venga a continuación, tras un tiempo intermedio,
imposible de predecir antes de que se levanten las ruinas y
se abran nuevos caminos. ¿Cómo lo hacemos? ¿Una leyenda
antigua para explicar los desastres de hoy? ¿Por qué no?
El zapatero somos nosotros, todos nosotros, que
presenciamos, impotentes, el avance aplastante de los
grandes potentados económicos y financieros, locos por
conquistar más y más dinero, más y más poder, con todos
los medios legales o ilegales a su alcance, limpios o
sucios, normalizados o criminales.
¿Y Apeles? Apeles son, precisamente, los banqueros, los
políticos, las aseguradoras, los grandes especuladores que,
con la complicidad de los medios de comunicación social,
respondieron en los últimos 30 años, cuando tímidamente
protestábamos, con la soberbia de quien se considera
poseedor de la última sabiduría; es decir, aunque la
rodilla nos doliera, no se nos permitía hablar de ella, se
nos ridiculizaba, nos señalaban como reos de condena pública.
Era el tiempo del imperio absoluto del Mercado, esa entidad
presuntamente auto reformable y auto regulable encargada por
el inmutable destino de preparar y defender para siempre jamás
nuestra felicidad personal y colectiva, aunque la realidad
se encargase de desmentirlo cada hora que pasaba.
¿Y ahora? ¿Se van a acabar por fin los paraísos
fiscales y las cuentas numeradas? ¿Será implacablemente
investigado el origen de gigantescos depósitos bancarios,
de ingenierías financieras claramente delictivas, de
inversiones opacas que, en muchos casos, no son nada más
que masivos lavados de dinero negro, de dinero del narcotráfico?
Y ya que hablamos de delitos: ¿tendrán los ciudadanos
comunes la satisfacción de ver juzgar y condenar a los
responsables directos del terremoto que está sacudiendo
nuestras casas, la vida de nuestras familias, o nuestro
trabajo? ¿Quién resuelve el problema de los desempleados
(no los he contado, pero no dudo de que ya son millones) víctimas
del crash y qué desempleados seguirán, durante meses o años,
malviviendo de míseros subsidios del Estado mientras los
grandes ejecutivos y administradores de empresas
deliberadamente conducidas a la quiebra gozan de millones y
millones de dólares cubiertos por contratos blindados que
las autoridades fiscales, pagadas con el dinero de los
contribuyentes, fingen ignorar?
Y la complicidad activa de los gobiernos, ¿quién la
demanda? Bush, ese producto maligno de la naturaleza en una
de sus peores horas, dirá que su plan ha salvado (¿salvará?)
la economía norteamericana, pero las preguntas a las que
tendría que responder están en la mente de todos: ¿no sabía
lo que pasaba en las lujosas salas de reunión en las que
hasta el cine nos ha hecho entrar, y no solo entrar, sino
asistir a la toma de decisiones criminales sancionadas por
todos los códigos penales del mundo? ¿Para qué le sirven
la CIA y el FBI, además de las decenas de otros organismos
de seguridad nacional que proliferan en la mal llamada
democracia norteamericana, esa donde un viajero, a su
entrada en el país, tendrá que entregar a la policía de
turno su ordenador para que este copie el respectivo disco
duro? ¿No se ha dado cuenta el señor Bush que tenía al
enemigo en casa, o, por el contrario, lo sabía y no le
importó?
Lo que está pasando es, en todos los aspectos, un crimen
contra la humanidad y desde esta perspectiva debe ser objeto
de análisis, ya sea en los foros públicos o en las
conciencias. No exagero. Crímenes contra la humanidad no
son solo los genocidios, los etnocidios, los campos de
muerte, las torturas, los asesinatos selectivos, las hambres
deliberadamente provocadas, las contaminaciones masivas, las
humillaciones como método represivo de la identidad de las
víctimas. Crimen contra la humanidad es el que los poderes
financieros y económicos de Estados Unidos, con la
complicidad efectiva o tácita de su gobierno, fríamente
han perpetrado contra millones de personas en todo el mundo,
amenazadas de perder el dinero que les queda después de, en
muchísimos casos (no dudo de que sean millones), haber
perdido su única y cuántas veces escasa fuente de
rendimiento, es decir, su trabajo.
Los criminales son conocidos, tienen nombre y apellidos,
se trasladan en limusinas cuando van a jugar al golf, y tan
seguros están de sí mismos que ni siquiera piensan en
esconderse. Son fáciles de sorprender. ¿Quién se atreve a
llevar a este gang ante los tribunales? Todos le quedaríamos
agradecidos. Sería la señal de que no todo está perdido
para las personas honestas.
José Saramago es Premio Nóbel de
Literatura